jueves, 12 de agosto de 2010

EL REY BLANCO, O LAS MANOS DE DUKADAM


"to avoid contact with the ball because the ball picks up radio-activity from the grass." Lehel Kovacs para New York Times.

El rey blanco, de György Dragomán.RBA,traducción de José Miguel González Trevejo.

Tal vez sea la infancia, la visión del mundo a través de los ojos de un niño, la mejor manera de mostrar la realidad de los adultos. O como sucede en esta novela, la única manera de hacer plausible un mundo inhabitable como fue la Rumanía de Ceaucescu, de no creer que esa cotidianidad kafkiana sea en realidad el sueño (o mejor, la pesadilla) de alguien que duerme en algún sitio.

No tiene mucho sentido preguntarse, como suele uno preguntarse en estos casos, qué hay de autobiográfico en lo que Gyorgy Dragomán (Targu Mures, Rumanía) nos cuenta: nos basta con saber que ese mundo fue posible.

Esta novela es en realidad un conjunto de pequeñas piezas que muestran la infancia de Djata, un niño de once años que vive en los arrabales de una ciudad transilvana de la Rumanía de principio de los ochenta, donde es fácil por tanto solapar la propia infancia de Dragomán, escritor de expresión húngara que además sufrió las limitaciones impuestas a su comunidad en Transilvania (a pesar que no aparezca ninguna referencia a ello en estas narraciones). Es curioso ver cómo inspiró ese régimen a tantos escritores y en diversas lenguas, no sólo en rumano, como Herta Müller, como Adam Bodor (de lengua húngara, como Dragomán). Y como las atmósferas de todos ellos, diferentes entre ellas, se empapan de ese surrealismo en la tierra.

No se puede decir ni mucho menos que la visión de Djata, a pesar de su edad, peque de cándida o inocente: es un niño que ha visto deportar a su padre, que ha salido adelante gracias a la inquebrantable solidez una madre despreciada por su familia, rodeado de un ambiente de niños desarraigados, cruel muchas veces, que casi recuerda en algunos pasajes al Señor de las moscas.

Eso hace que el tono que consigue Dragomán sea el de un funambulista que se mueve entre la humor negro y la tragedia, entre la crueldad y la picaresca, consiguiendo ese sabor agridulce que destilan la mayoría de estas narraciones.

Una anécdota significativa, que ilumina bastante bien ese mundo y que aparece en este libro es la que el propio escritor oyó a Helmut Dukadam, el portero del Steaua en la famosa final contra el Barcelona en Sevilla. Recuerdo haber leído en algún sitio de Dukadam que alguien reparó en sus enormes manos, “casi deformes” creo incluso recordar. Pues bien, en esa entrevista Dukadam comentaba que, en los días posteriores al accidente de Chernóbil, se les recomendó que en los entrenamientos, debido al temor que el suelo estuviera contaminado por efecto de la radiactividad, los porteros “procuraran no usar las manos”.

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