lunes, 4 de enero de 2010

URSÚA

Ursúa, de William Ospina. Editorial Alfaguara


Hay en Ursúa una belleza barroca en su prosa recargada que nos recuerda las crónicas que daban fe de aquellas tierras, pero que a la vez tiene algo de conjuro: como los que los conquistadores oían resonar a sus espaldas en su avance imprudente, o los que los indígenas les lanzaban en la batalla para exorcizar sus desconocidos caballos y arcabuces. Es una prosa que destila un constante asombro por las maravillas y los peligros de un mundo nuevo y con la que podemos palpar lo que pudieron sentir aquellos hombres.

“Aquí la lengua no nombra las mismas cosas ni las mismas pasiones, aquí verdad y mentira parecen tejidas con otra sustancia, aquí todavía al mundo lo gobiernan los sueños, si no las pesadillas; el oro está más lleno de promesas y arrastra más hombres incautos a la muerte; nada logra volverse costumbre, la sorpresa es el hábito, y cada día trae un sabor mezclado de frustración y de milagro”.

Esta novela (la primera de una trilogía alrededor de este periodo histórico) narra la vida de Perdro de Ursúa (1526-1561), conquistador navarro que empujado por la sed de riquezas y poder que prometían aquellas tierras llegó, a una edad muy temprana, y gracias en parte a su tío Miguel Díez de Armendáriz, a ser teniente de gobernación del Nuevo Reino de Granada.

Tejida con una erudición encomiable, la novela no deja de desvelarnos con los sueños de poder y riqueza de aquellos hombres y con sus pesadillas de venganzas y masacres, donde la traición y las luchas intestinas entre los conquistadores será constante y donde el Imperio hará desfilar pacificadores y letrados con la vana intención de llevar al redil a aquellos díscolos aventureros.

Pero es esa atmósfera de sueño, o de pesadilla, uno no lo sabe muy bien, lo que puede percibir el lector. De forma parecida veía Ursúa en las leyendas que hacía narrar a su siervo indígena Oramín no el sueño de los mitos y de los dioses sino la geografía de sus futuras riquezas, exhortándolo a vaciarse de esas historias no para entender a aquellas gentes, sino para discernir signos que le guiaran hasta sus ciudades de oro.

Es sincero Ospina cuando nos muestra las licencias históricas que, siempre de una manera documentada y creíble, se ha permitido a la hora de urdir esta novela. Pero son poco importantes si lo que nos interesa no es tanto el devenir de Ursúa como palpar aquel momento histórico, sentir en su piel la excitación ante la sangre ajena, el asombro ante las maravillas del Nuevo Mundo, la decepción y el fracaso en el que se hundirían la mayoría de ellos.

Tal vez como Ospina cree Ursúa no llegó a ver de cerca el relámpago eterno y mudo del Catatumbo, pero es probable que, como ese Ursúa literario e improbable, quien llegado a aquellas tierras sí lo vio

“ se llevó en la memoria el espasmo de aquellas serpientes de luz en el cielo, el fogonazo interminable que abría cavernas en las lejanas nubes del lago y que revelaba en la noche inmensos países blancos hundiéndose callados en la distancia.”



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