jueves, 16 de julio de 2009

ZONA: UN TESTAMENTO DEL ODIO



Sandra Balsells: Regreso a las ruinas del hogar (Sarvas, Croacia)


Zona, de Mathias Enard. Editorial La otra orilla, traducción de Robert Juan-Cantavella.

Siempre me han gustado los viajes en tren; tal vez sea ese discurrir del paisaje a una escala humana, donde los rostros de los anónimos transeúntes se perciben con una efímera definición y dejan paso de inmediato al siguiente, como retratos robados en la intimidad que en escasos segundos pretenden decir algo que nunca llegaremos a saber, un collage de gestos, paisajes, ventanas abiertas que se suceden entre ciudades y arrabales. Tal vez sea ese retrato de la cotidianidad desnuda queriendo buscar un sentido a algo que se manifiesta cada día y que sólo allí sentados podemos ser capaces de discernir.

También son los viajes en tren una forma de concebir lo que es Europa, de su incesante devenir de lenguas, hábitos, banderas, muertos, memoria, que se sucede incesante desde la ventanilla de un tren. Y son también los trenes una manera de concebir su final: la intrincada red que arrancaba de sus hogares centenarios a miles de personas y convergía en Auschwitz con la promesa del olvido.

En esas dos vertientes se mueve esta novela: el espacio físico donde se mueve el narrador, un viaje nocturno improvisado a medianoche de Milán a Roma procedente de París, con ese regusto a resaca viajera, a huesos doloridos por las horas de viaje, y sus recuerdos como miliciano en Croacia y miembro posteriormente de los servicios de inteligencia.

La novela tiene una estructura que de entrada tanto puede atraer al lector como ahuyentarlo: es prácticamente una frase que se desborda a lo largo de cuatrocientas páginas. Pero a pesar de todo el lector no tarda demasiado en acostumbrarse a ello, tal vez porque no existe una trama propiamente dicha, sino el devenir de recuerdos que se repiten, que se van completando como un puzzle, que van y vienen como las olas de ese Mediterráneo donde se centran las historias que narra.

Los recuerdos se agolpan incesantes como las imágenes reflejadas en las ventanas de un tren, como esas imágenes de nosotros mismos que descubrimos de repente mientras miramos el paisaje: de nosotros y de los que tenemos al lado. Y mirándolas reflejadas de esta manera las vemos como no las veríamos mirándolas directamente: descubrimos en nuestros anónimos compañeros de viaje algo que no veríamos ni hablándoles a los ojos, como instantes robados que nos dicen cosas que no nos dirían de otra manera.

La guerra en los Balcanes será la que viva el protagonista de la novela, a la que vuelva constantemente, pero Zona es todo el Mediterráneo y su cíclica historia de muerte y venganza como vida y resurrección constante. La referencia al mundo clásico es muy oportuna para ver ese devenir cíclico de guerras en diferentes lugares y con diferentes nombres para unos muertos que se repiten incesantemente, como los estratos de esa Troya a la que tantas veces hacer referencia. Ese mundo de crueldad y muerte en el que se mueve la novela, ese qué se siente al matar a alguien que le preguntará al protagonista una de sus novias de manera tan imprudente, esa atávica fascinación del hombre por el mal que parece ser la única explicación de su devenir, tal vez sea en el fondo el tema central de la novela.

Ese devenir caótico pero incesante del odio siempre presente, ese juego de memoria y olvido que se repite incansable como la sístole y diástole que mueve el mundo, aparece como el verdadero motor de la Humanidad: cada cultura le da simplemente un motivo, una excusa, lo traduce a su idioma para decirle a los suyos cómo se odia. Pero tanto los verdugos como sobretodo las víctimas se parecen. Los ataúdes improvisados como mesas para un bar musical libanés son una metáfora muy significativa de ese olvido.

Las referencias de las que se nutre el autor, desde biografías hasta entrevistas personales, pasando por todo tipo de documentaciones y testimonios, de autores y reseñas literarias, de escritores que transitaron por la Zona, deja en el lector esa sensación de dónde está la ficción y dónde la realidad, qué hechos sucedieron realmente y cuales se han improvisado, y uno se da cuenta que tal preocupación es absurda, que ante el devenir de nuestra historia más reciente algunas imágenes que nos deja caer el libro, como el niño decapitado que todavía sujeta con fuerza su juguete son, sencillamente, predecibles, probables, inevitables.

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