Las buenas personas, de Nir Barm. Editorial Alfaguara, traducción de Ana María Bejarano.
A estas alturas se hace difícil escribir sobre el periodo de la segunda
guerra mundial (o de sus años previos a ella, como es en este caso) sin caer en
tópicos y lugares comunes y pretender
además ofrecer algo nuevo, algo sobre lo que otros no hayan escrito antes. No
es que lo haga tampoco esta novela, pero tal vez la manera como aborda el
momento histórico sí que sea algo novedosa o diferente a como hasta ahora lo
hemos venido leyendo habitualmente.
No podemos evitar la referencia a la banalidad del mal de Hanna Arendt (o a
su interpretación más superficial e inmediata que nos viene a la cabeza) cuando
interpretamos las diferentes maneras como los dos personajes principales de
esta novela participan de sus respectivos totalitarismo (el nazi y el
estalinista).
En Leningrado, Alexandra Sacha Weissberg tomará una decisión de gran
complejidad y riesgo: ante la amenaza que se cierne sobre su familia por su
relación con un grupo de intelectuales y artistas sospechosos a ojos del estalinismo (por
cualquiera de las acusaciones en boga), se lanza a salvar sus restos
participando ella misma, como interrogadora del NKVD, en el proceso destinado a
desenmascarar a los saboteadores y traidores de turno, y poder minimizar de
esta manera sus amenazadoras consecuencias.
Mientras, en la Alemania nazi, Thomas Heiselberg aportará sus conocimientos
en los estudios de mercado adquiridos tras años de trabajo para una importante
multinacional americana para aplicarlos en la realización de diversos informes
para la administración de la Polonia recién ocupada.
Dos formas diferentes de colaboración con el poder. La segunda más
abstracta, más inconsciente tal vez de sus consecuencias, porque a pesar de
pretender estar por encima de ciertas ideologías raciales a las que parece ver
con cierta sorna, sus informes, inspirados en la novedosa ciencia del márketing
serán usados para la represión y el exterminio de la población polaca y sus
intelectuales.
Más compleja sin duda es la historia de Sacha (y más lograda
literariamente) porque el mecanismo paranoico del estalinismo, del que pretende
participar sin ser absorbido por él, es totalmente impredecible. Un sistema
delirante de delaciones y acusaciones que de forma implacable va extendiéndose
como una enfermedad silenciosa que amenaza por usar a sus ciudadanos como
delatores activos para ser luego engullidos sin piedad.
Se han hecho comparaciones con Las benévolas de Jonathan Little, pero en
muchos aspectos no pueden ser novelas más dispares. Las buenas personas huye
de detallar en exceso el momento histórico, de hacer un gran fresco en el
que ubicar luego sus personajes, más bien al contrario: detalla sus vidas
personales y somos nosotros los que poco a poco los vamos situando. Somos los
lectores los que conocemos, por así decirlo, el resto de la historia. El
conocimiento de este periodo, necesario para urdir esta novela de la manera
como lo hace, no es tan explícito como en la novela de Little, sino que se
esconde de manera más implícita. El crimen, la persecución, tan omnipresente siempre cuando se escribe de esta época, la intuimos (porque, como he dicho, conocemos la historia) pero no aparece de manera excesivamente explícita. Es en todo caso consecuencia de sus actos, en parte.
De todas manera, a pesar de
la verosimilitud de estas dos vidas (que se cruzarán al final), de todos sus
detalles y pormenores, de cómo está construida en definitiva la trama, y de la atracción que uno puede sentir por este periodo, no puedo
decir que sea el tipo de literatura que a mi me gusta. Demasiada atención
destinada a no perder el hilo de la trama, una cierta frialdad, un final no demasiado logrado, pero reconozco que en el fondo es una novela ambiciosa y lograda.
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