martes, 5 de octubre de 2010

RETORNO AL INFIERNO: NECRÓPOLIS, DE BORIS PAHOR


De l´enfer vers l´inconnu, de Francine Mayran

Necrópolis, de Boris Pahor. Editorial Amagrama, traducción de Bárbara pregelj y prólogo de Claudio Magris.

Podemos llegar a pensar que todo se ha dicho ya sobre los campos de concentración nazis. Pero hay detrás de todo ello algo más que la experiencia individual y la supervivencia, algo más que el valor de los testimonios: la experiencia de algo que trasciende a su tiempo y que será un hito de la bajeza humana, un acontecimiento histórico tras el que probablemente pasen las décadas y los siglos sin encontrar el sentido real de lo que fue o de lo que ha significado en la historia de la humanidad.

Boris Pahor (Trieste, 1913) no es un superviviente del Holocausto pero también pertenecía a otra realidad odiada: la eslava. Y su testimonio es también el de un mundo perdido y olvidado: el de los eslovenos de Trieste que Pahor recordará siempre en la quema del teatro esloveno de su ciudad natal durante la fiebre irredentista de entreguerras (y tampoco nos extraña, por tanto que esta edición venga prologada por uno de los testamentarios de esa ciudad, Claudio Magris).

El libro parte de una visita al campo de concentración donde estuvo recluido, en los Vosgos. Enseguida siente la necesidad de alejarse de los grupos de turistas sabiendo que todo lo que oigan, todo lo que vean, todo lo que sientan o digan sólo dará una medida de la imposibilidad de acercarse a ese pasado inconcebible

“ningún panel podrá jamás ilustrar el estado de ánimo de un hombre que tiene la sensación de que el tazón de hierro de su vecino contiene medio dedo de líquido amarillo más que el suyo”.

Casi prefiere esa exclusividad en la memoria, como si cualquier aproximación del resto de mortales fuera no sólo imposible, sino incluso poco deseable, como expuesto a una vulgarización intolerable

“estaba casi satisfecho al saber que nuestro mundo del campo de concentración es intransmitible (…) Él ha dicho: El horno. Y ella: Pobrecitos (…) su observación me ha parecido el lamento de una mujer que acaba de ver un gato aplastado bajo las ruedas de un coche”.



Buena parte de la narración se desarrolla en los caóticos meses de la evacuación hacia el este, hacia Alemania, empujados por el avance aliado. Un magma impreciso que se mueve al paso de los moribundos, de los deshauciados. Eso es constante en esta narración: la imprecisa frontera entre los vivos y los muertos, donde los primeros sólo se distinguen por gestos mecánicos y miradas perdidas que los delata. Es el retablo dantesco de un mundo agonizante que sólo espera que la descomposición haga su trabajo y dónde no sólo los prisioneros sino también sus verdugos se perfilan como figuras que se deslizan hacia su final.

La prosa con la que escribe Pahor, como esa caravana de moribundos, también parece caminar a ese ritmo impasible, lleno de imágenes frías que huyen de la compasión, incluso del juicio. Como quien dijo que no se podría escribir poesía después de Auschwitz, Pahor también parece querer deslizar la literatura hacia su final. Un final donde los sentimientos no sólo no tienen sentido, sino que han desaparecido

"las sombras de los difuntos (...) acaso vuelven aquí cuando el monte se cubre de oscuridad. Acaso se reúnen cuando las terrazas quedan cubiertas por la nieve. Entonces están solas, y lo primero que hacen, como en aquellos tiempos, es poner a los moribundos en la cama de nieve y después ponerse en fila. Pero no esperan la llegada del hombre con botas que los contará, sino que, en un silencio absoluto, descifran cuidadosamente las olas de mensajes que llegan desde el susurrante mundo vivo".

- Testigos contra turistas

- Entrevista a Boris Pahor.

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