miércoles, 24 de febrero de 2010

EL TESTAMENTO DE NOVI SAD: EL LIBRO DE BLAM, DE ALEXANDAR TISMA


El libro de Blam, de Alexandar Tisma. Editorial Acantilado, traducción de L.F. Garrido y T. Pistelek.

Parece que la obra de Alexandar Tisma (Novi Sad 1924-2003) está toda ella impregnada por esos inabordables sentimientos que colman el alma del que se siente, en el fondo, culpable por haber sobervivido. Es sin duda una de las consecuencias más trágicas del Holocausto: la condena a sentirse culpables por seguir vivos.

El precio que ha de pagar Miroslav Blam será en este caso la incomprensión por el mundo donde habitará desde entonces, su incapacidad por convivir con una cristiana gracias a cuyo matrimonio se salva pero a la que, de hecho, nunca llega a entender, la negación hacia unos origenes que lo convertirán en el fondo en un paria, la sordidez de un trabajo del que se sirve simplemente para sentir que tiene un lugar en el mundo de la posguerra. Gracias a todo ello ha sobrevivido: a saber vivir en esa apática y estrecha penumbra que le permitiría salvarse, absteniéndose de hacerse presente, casi de respirar, pero en este caso el precio por burlar la muerte será el de morir en vida.

Así, veremos a Miroslav Blam deambular por el Novi Sad de la posguerra

“está condenado por la voluntad que se ha impusto a sí mismo, a deambular por las calles y los caminos conocidos, siendo siempre su atento, ocioso, sombrío observador”.

De esta manera asiste a la demolición física del pasado, cuando la antigua judería es derruida, vacía ya de sus habitantes, y observa como

“sus muros continuaban obstianda e inútilmente reflejando el gusto, el orden y las costumbres de los que ya no estaban allí”

y en ese casi morboso espectáculo de habitaciones y paredes interiores expuestas a la intemperie, que en su día fueron habitadas por la cotidianidad de sus inquilinos, se descubre sorprendiéndose por

“la aterradora proximidad de otro, de alguien distinto, en la absoluta cercanía de aquello que el edificio excluía, el mundo, el cielo, la lluvia, con los que ahora se unía sin reservas, con los que se fundía para desaparecer”.

No en vano Novi Sad significa eso en las diversas lenguas que la nombraron como suya: ciudad nueva, que ya en su corta historia había conocido aniquilación y reconstrucción.


Pertenece El libro de Blam a un raro género que mezcla desde la crónica fría de aquellos años de ocupación hasta el género epistorlar; nos recrea desde los pensamientos íntimos de Miroslav Blam hasta su crónica familiar, desde un inventario de apellidos y oficios de la judería de Novi Sad previa al Holocausto hasta recreaciones imaginarias donde amigos de juventud de Miroslav vuelven para ayudarle en su improvable búsqueda de justicia tras los asesinos, de la que es incapaz ni en sus fantasías más descabelladas, de llevar a cabo, ni tan siquiera de concebir.

Hay por tanto una especie de actitud contemplativa en Blam: la que le hace incapaz de vivir, de entender el mundo y participar de él, pero también la que le permite ser un superviviente, la que le permite ver la Ocupación como algo que sencillamente, sucede.

Su forma de percibir, el plena calle, el engaño del que es víctima por parte de su mujer es muy significativo:

“A despecho del espanto que lo invdió, la visión del abrazo de la pareja, allí, en la calle desierta, lo llenó de una admiración involuntaria que casi se transformó en ternura. Era un abrazo de despedida, se percibía-en su actititud, en la ausencia de pasión- el instante de distención beatífica de sus cueros –un abrazo en el que se reflejaba la saciedad, el vínculo evocador de la reciente intimidad que había sido feliz. Una felicidad que irradiaba de sus personas, la felicidad del olvido, la satisfacción del instinto natural colmado que aún caldeaba sus cuerpos, una felicidad que ignora el entorno, la lobreguez del día frío, la cotidianidad de la ciudad atravesada por un tranvía con un pasajero aterido y preocupado. Esa felicidad se difrenciaba de su propia infelicidad de una menra tan evidente, casi palpable, que Blam, pese al dolor que sentía, podía aislarla, exponerla en su interior como un objeto hermoso, indescifrable en su armonía, al que podía admirar aun sabiendo que jamás llegaría a poseerlo.”


Las páginas finales del libro, donde Blam asiste a un concierto en la antigua sinagoga, convertida sencillamenet en un lugar “con buena acústica” y con el relato de un conocido de la familia, superviviente como él, que entretenía tocando música a quienes esperaban a entrar en las cámaras de gas, son la evocación final de un mundo perdido para siempre, al que voluntariamene renunció, a costa de ser ahora un desconocido para si mismo, un mudo y atónito testimonio, como esos perros que persiguen el rastro de sus amos de los que violentamente se les a apartado, y que en plena noche contemplan los raíles sobre los que, a lo lejos, desaparecen los trenes.

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