lunes, 24 de agosto de 2009

DIOS HA NACIDO EN EL EXILIO: OVIDIO EN TOMIS




Dios ha nacido en el exilio; diario de Ovidio en Tomis, de Vintila Horia. Ediciones Destino.

La bibliotecaria recuperó el libro de algún ignoto lugar, con sus páginas envejecidas con esa pátina amarillenta que los vuelve venerables, y me preguntó entre confusa y curiosa si me lo llevaba. A veces puede suceder que nos sorprenda un ejemplar con cincuenta años a sus espaldas, con sus páginas acechadas por esa sombra amarillenta que les delata la edad, y su inocente diseño, tan distante de los que ahora se codean ferozmente en los anaqueles de las librerías.

Es como un viaje en el tiempo, como la inocente mariposa que retiene el ámbar, donde un instante se encuentra congelado en las frases que alguien marcó no sabemos cuándo, con una tarjeta olvidada que sirvió de punto de lectura y donde tal vez la misma persona cazó una frase del libro que no quiso olvidar, y que tal vez, de seguir viviendo, ya no recuerde.

Como tantos de sus correligionarios Vintila Horia (Segarcea, Rumanía, 1915 –Collado Villalba, 1992) se dejó seducir por la cultura francesa, el espejo en el que el Bucarest de entreguerras se quería reflejar. Como tantos otros de los suyos, el exilio lo llevó a ser uno más de los escritores que nutrieron las letras galas. Y como tantos otros (Eliade, Cioran ...) se vio seducido por algunos de los experimentos totalitaristas del siglo (el fascismo, sin ir más lejos). De hecho Horia viviría buena parte de su exilio a la sombra del franquismo, al que no le ahorró elogios.

Dios ha nacido en el exilio es el diario imaginario del escritor latino Ovidio durante la etapa final de su vida, que pasó exiliado en Tamis, la actual Constanza (en la costa del Mar Negro de la actual Rumanía). Es fácil intuir por tanto la complicidad que Horia pudo sentir por este escritor y su situación personal. De los posibles motivos que los historiadores han dado para explicarlo, Horia se decanta por el más literario de ellos: el emperador César Augusto (corría el año 8 de nuestra era) ve en su popular Ars amandi una de las causas de la degradación moral de la sociedad romana (ejemplificados en los devaneos amorosos de su hija Julia). Ante este supuesto poder de la letra impresa no es de extrañar que Horia le haga decir a Ovidio

“yo soy el poeta, él no es más que el emperador”.

Durante su exilio, mientras acaba por asumir que allí vivirá los últimos años de su vida, glosará la decadencia de su mundo, donde a pesar de la fortaleza militar del Imperio vislumbra signos inequívocos de su descomposición

“A partir de Julio César, los dioses han sido sustituidos por un hombre y el Imperio se ha convertido en la imagen de esta metamorfosis. Un hombre nos impone la ley y los dioses han muerto. O quizá seamos nosotros los que hemos muerto para ellos. La guerra se convierte así en el símbolo de la muerte y la llevamos en nosotros mismos, con la violencia, desde que hemos perdido la fe. Las guerras que hacemos por todas partes no son más que la prueba de esa descomposición”.

Pero en ese momento también intuirá el cambio que se avecina, que él mismo no es capaz de concebir de qué forma y manera se manifestará

“el aire del mundo está lleno, saturado como de una humedad que los hombres más sensibles perciben sin saber su nombre”.

Lo que le ayudará a iluminar esta visión será el descubrimiento de los getas, el pueblo dacio con el que convive en esa frontera del Imperio constantemente en fricción, y en la que descubre su Dios único (Zanolxis) y una visión de la eternidad del alma ante la que probablemente ve indefenso su panteón romano poblado de dioses en los que no cree.

De entre esos bárbaros surgirá una voz que le delatará

“¿Por qué los ha abandonado su pueblo?. Un pueblo que cree en sus dioses y respeta sus leyes no va a conquistar a otros pueblos. Se defiende cuando lo atacan o va a la guerra cuando tiene demasiada hambre, pero no convierte la guerra y la conquista en norma de vida”.

Detrás de este Ovidio siempre estará, por tanto, el pensamiento de Horia, identificado con su exilio, con la perspectiva crepuscular del lento devenir del Danubio hacia su sosegado final, y del abandono ahora, según él, de otro dios, sin duda el que Ovidio intuía en el horizonte en los albores de nuestra Era.

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